Porque el ciclismo es así. Un juego de cartas con una amplia baraja donde solo uno de los muchos participantes porta la carta ganadora. El ciclismo es la resistencia de Ilnur Zakarin. Es el orgullo herido de Mikel Landa. Es el sufrimiento de Bauke Mollema. Es la sangre fría de Primoz Roglic. Es la fatuidad de Vincenzo Nibali. Es la mala suerte de Miguel Ángel López. Es la fe de Richard Carapaz. El ciclismo, llevado a su máximo esplendor, es el Giro de Italia, la única de las grandes vueltas que honra su condición de grande. La única que obliga al ciclista a encontrar su límite cuando el GPS marca 200 kilómetros y más de 2000 metros de altitud y la hipoxia nubla su vista y el ácido láctico campa a sus anchas en cada uno de sus músculos. Y son en estos agónicos instantes, cuando la imponente montaña y su prolongada carretera parecen no tener fin, cuando los ciclistas pierden la noción del tiempo y comienzan a pedalear automáticamente hasta por fin llegar a la línea de meta. A la meta de una etapa del Giro de Italia, claro, porque el Tour de Francia y la Vuelta a España decidieron hace años, por desgracia y para desesperación de todos los amantes de la bicicleta, que el ciclismo, en sus carreteras, dejaría de ser un juego de uno.